¿Alguna vez te has preguntado qué relación existe entre los alimentos y las emociones? ¿Que mecanismo se acciona en nuestro cerebro para que el simple sabor de una sopa, un trozo de pan o cualquier platillo pueda despertar nuestros sentidos y llevarnos a la más pura evocación?
Seguro te ha pasado, y es absolutamente normal: nuestra mente asocia los alimentos con momentos específicos de nuestra vida de manera involuntaria, recuerdos casi siempre gratos. Muchos de nuestros momentos felices los vivimos sentados alrededor de una mesa, con nuestros seres queridos.
Las madres y abuelas solían reconfortarnos cuando niños con un plato de sopa caliente, un pedazo de pastel o un delicioso trozo de chocolate. La comida se asocia casi siempre con felicidad, los aromas que percibimos a lo largo de nuestra vida en la cocina se relacionan con una emoción, buena o mala, y se impregnan en la memoria. Al volver a olerlos o paladearlos nos llenan de recuerdos y nostalgia.
Es porque quizá el mejor cocinero, al menos en nuestra mente, son nuestros recuerdos. Para mí, mi abuela fue la gran cocinera de mi vida y el comino, su especia predilecta. Hoy en día, inevitablemente al oler esta especia me invade la melancolía de mi mas tierna infancia y de esa época en donde fui feliz. Los recuerdos y la comida siempre han estado ligados.
Escritores, poetas y cronistas de distintas épocas nos han hablado sobre esto: existen libros, cuadros, poesías y hasta películas que retratan el mundo de estas sensaciones. Hay un alguien que llama especialmente mi atención: el escritor francés Marcel Proust, quien en su novela “En busca del tiempo perdido” (dividida en 7 volúmenes), dedica un capitulo entero, titulado “Por el camino de Swann”, a explorar recuerdos y sensaciones, a relacionar el alimento como disparador de los recuerdos involuntarios.
Aquí un fragmento del momento más emblemático de este capítulo, del pensamiento Proustiano en donde el sabor de una magdalena empapada en té despierta en el narrador el recuerdo de su infancia:
“Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que sucedía en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que le causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal…”
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